Luis Britto García
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Una literatura, como una persona, se define por los retos que asume. El desafío de un ser es existir. Contra lo que es hoy América Latina y el Caribe lanzaron las potencias invasoras edicto de inexistencia. El pensamiento teocrático decretó que indígenas y africanos esclavizados no tenían almas; luego, que carecían del derecho de crear representaciones propias del mundo. Durante la Colonia nos estuvieron explícitamente prohibidas la invención de religiones y de ficciones. El positivismo perpetuó el interdicto asignándonos el papel de mimesis de Europa. Gendarmes Necesarios y Manos Invisibles del Mercado debían erradicar toda de originalidad. El problema de la existencia de una literatura de América Latina y del Caribe no es distinto del de su Independencia. Nuestras letras son nuestra ontología.
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Aristóteles postuló que las definiciones se construyen por género próximo y por diferencia específica. Nos vinculan con la literatura ibérica el predominio de dos lenguas romances y el trasfondo cultural de la catolicidad. Nos separan de ella los temas y el lenguaje en el cual los tratamos. Nuestra independencia literaria empieza con las obras que versan sobre las desmesuradas extensiones y los inagotables seres de América. Adscribo a ellas las de los cronistas que consignaron maravilladas relaciones sobre ambos, y que nunca dedicaron obras semejantes a la topografía ni la sociedad ibéricas. La ocupación de un ámbito es el primer paso de un ser. Su registro, la instauración de una conciencia. El Inca Garcilaso conquista a sus conquistadores un código para inaugurar un lenguaje y un mundo. Es el cosmos definido por ámbitos y temáticas vírgenes: la llanura, la selva, la cordillera, lo indígena, lo africano, lo mestizo: lo nuevo.
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Pero un tema no constituye una literatura si no está narrado en un lenguaje propio. Ya para la Independencia la evolución del castellano de América justificó la Gramática para uso de americanos, de Andrés Bello y los trabajos de Rufino Cuervo. Lo mismo sucedía con el portugués de Brasil. En el IV Congreso Internacional de la Lengua Española en Medellín y Barranquilla, la Academia Española abandonó todo intento de rectoría sobre el castellano de América, que desde hace medio milenio evoluciona incorporando vocablos, construcciones gramaticales y entonaciones de millares de lenguas indígenas y africanas, y asimilando vorazmente las osadías de las vanguardias y los neologismos de la contemporaneidad. A Mundo Nuevo, lengua nueva: el castellano de América es el principal motor que salva al peninsular de la momificación académica y el estancamiento casticista. A lengua nueva, nueva literatura.
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Aparte del veto de existir, que todavía mantienen algunos, la literatura latinoamericana y caribeña enfrentó interdictos no menos serios: ante todo, el de la misma seriedad. A pesar de que nuestra novelística arranca con la picaresca de El Periquillo Sarniento, durante centurias nuestra escritura fue pomposamente solemne, desdeñó el costumbrismo y el humorismo como géneros menores e ignoró concienzudamente obras maestras como La novela de la eterna, de Macedonio Fernández, que descubrieron el continente de la sonrisa. El interdicto católico y luego el positivista prohibieron lo fantástico. Un realismo sin magia opacó nuestras epopeyas hasta que Horacio Quiroga y Borges y García Márquez circunnavegaron el orbe de lo imaginario.
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El veto por excelencia contra el adolescente que estrena capacidad de generar proscribe la sexualidad. El romanticismo estereotipó novias castas y tuberculosas como la María de Jorge Isaacs, con amores puros y preferiblemente imposibles. La sexualidad era pecado que rebajaba en la escala social, o violencia que extendía el reprobable mestizaje, como en Doña Bárbara y Pobre Negro de Gallegos. La policía y la crítica literaria erradicaron el deleite de la página impresa y a través de ella de la imaginación. La erótica asomó tímidamente en las novelas sobre el mestizaje, como Cumboto, de Ramón Díaz Sánchez. Sólo a partir del Boom se imprimieron fantasías tan desenfadadamente carnales como Paradiso de Lezama Lima, Cobra de Severo Sarduy o La esposa del doctor Thorne, de Denzil Romero. Tras ellas irrumpió la voz femenina, antes sólo insinuada por pioneras como Sor Juana Inés de la Cruz, Silvina Bullrich o Teresa de la Parra, luego vuelta torrente con Helena Poniatovska, Laura Antillano, Diamela Eltich. El único veto que subsiste es el del futuro. La literatura de anticipación o de ficción científica es en nuestras letras poco menos que herejía. Quizá la reivindiquemos al conquistar nuestro derecho al porvenir.
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Vencer vetos es intentar osadías. Las de nuestras letras las diferencian en forma flagrante de las europeas. Nombrar a América es ya una temeridad. Tras ella viene el casi constante compromiso con causas políticas o sociales, que Stendhal vituperó como la piedra de molino que se ata al cuello de la literatura. Luego, el de exacerbar tendencias metropolitanas hasta la irreconocibilidad, como en el barroco y el romanticismo americanos; el de invenciones como el Modernismo, que parten de América para restaurar el Viejo Mundo, la del realismo mágico y lo real maravilloso y la explosión de técnicas que acompañó y siguió al llamado Boom.
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Pero quizá la mayor osadía de nuestras letras sea prefigurar el colosal cuerpo político que ha de instituirse dentro de las fronteras de nuestro imaginario. La obra maestra constituye a la lengua, y la lengua constituye la nación. La literatura es la primera voz de un ser colectivo a punto de nacer. Nos corresponde crear con ella el primer y más indestructible vínculo de la nación latinoamericana y caribeña, mediante obras que toda la región considere suyas no obstante su especificidad y precisamente por su especificidad. En el principio era el Verbo, y con él no hay final.
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