Desde hace ya muchas décadas, para todo proyecto o agenda internacional relevante pero inconfesable se elabora su correspondiente y falsaria doctrina oficial. Más recientemente los señores de tan importante fabricación en serie de grandes fake news están intentando crear –erigiéndose en guardianes e inquisidores de la verdad– mecanismos e instancias que silencien definitivamente a todos los pequeños creadores de las fake news que al parecer corren por Internet. Una de esas grandes fake news oficiales es, sin duda alguna, la versión sobre el genocidio de Ruanda que domina en la práctica totalidad de los medios convencionales occidentales. Ha sido una operación tan exitosa que incluso ha triunfado en medios rusos como RT o Sputnik.
Nuestro amigo el investigador y escritor Charles Onana calificó esta doctrina oficial como “una obra maestra de la desinformación, una intoxicación perfecta”. A esta certera sentencia le he añadido el adverbio “casi”, porque no existe ni puede existir la mentira perfecta (seguro que a Charles le gustará tal matización). Si esta gran mentira tiene tanta fuerza no es por su propia solidez, ya que está plagada de contradicciones y puntos débiles. Su fuerza solo reside en el agobiante poderío de la propaganda de los grandes medios corporativos junto a la ausencia en la gran mayoría de nuestros conciudadanos de aquel dolor empático que nos lleva a algunos a indagar incansablemente hasta llegar a entender. Sin embargo, mahatma Gandhi afirmaba que una sola persona, si está guiada por la verdad, se puede enfrentar a todo un imperio. Charles Onana personifica en gran medida esa fuerza.
El año 2002 publicó un libro titulado Los secretos del genocidio ruandés, en donde defendía la tesis de que Paul Kagame y su grupo político-militar, el FPR, eran los responsables del doble magnicidio del 6 de abril de 1994 que desencadenó el genocidio. Inmediatamente los aludidos presentaron una querella ante la justicia francesa contra el autor y el editor. La querella fue desestimada el 3 de junio. Frente a este fallo, los acusados por Charles Onana volvieron a apelar ante el mismo tribunal. Finalmente, sin embargo, conscientes de que en el caso de seguir adelante saldrían a la luz demasiadas revelaciones embarazosas, el Estado ruandés y su presidente Paul Kagame decidieron retirar la querella algunos días antes de la apertura del proceso. Que unos demandantes tan poderosos hayan preferido no enfrentarse a un simple ciudadano de a pie lo dice todo sobre la autoría del atentado.
No conozco a ningún auténtico experto, honesto y verdadero conocedor del dossier ruandés, que tenga la menor duda de la autoría de Paul Kagame en el doble magnicidio. En su entorno más cercano incluso se permite alardear de este jaque mate, su golpe maestro. Así lo han revelado numerosas personalidades que formaron parte de tal entorno. Varios de ellos incluso lo han  testificado ante el juez Fernando Andreu. Citaré solo al ex fiscal general de Ruanda, Gerald Gahima, o a Théogène Rudasingwa, ex secretario general del FPR, jefe del gabinete presidencial y embajador en Washington. Y el hecho de que Paul Kagame sea el autor del atentado no es una cuestión menor. Si la versión oficial se niega en rotundo a aceptar ese hecho incuestionable es precisamente porque esa verdad la desmoronaría como una escultura de arena golpeada por una gran ola. Junto a esta cuestión de la supuesta imposibilidad de conocer la autoría del atentado –a veces incluso adjudicada a los mismos compañeros de la decena de ruandeses y burundeses que viajaban en el Falcon 50 presidencial– me voy a referir, de modo muy escueto, a otros tres supuestos que, como un mantra, no puede faltar en el inicio de cualquier artículo con pretensión de seriedad.
La primera cuestión es la de la supuesta cifra de víctimas: se trata, según se afirma, de entre 800.000 y 1.000.00, la casi totalidad tutsis y un pequeño resto –como una coletilla insignificante– de hutus moderados. Sin embargo, un misionero de la Congregación mallorquina de los Sagrados Corazones, el navarro Santos Ganuza, denunciaba: “En 1994 llegaron los interahamwe y mataron a unos 1000 tutsis que se habían refugiado en la iglesia, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Pocos días después llegaron los militares tutsis y mataron a 10.000 hutus. Las televisiones occidentales proyectaron las imágenes de los hutus asesinados en mi parroquia identificándolos como tutsis”. Es solo un testimonio de los muchos que conocemos. Los investigadores estadounidenses Christian Davenport y Allan C. Stam lo documentaron hasta con 12.000 testigos y con el uso de tecnologías tan sofisticadas como la cartografía espacial: en el genocidio de la primavera de 1994 no pudieron morir muchos más de 300.000 tutsis, por lo que sería mucho mayor el número de víctimas hutus. Y ello sin contabilizar los muchos cientos de miles de víctimas asesinadas por el FPR de Paul Kagame antes y sobre todo después de los llamados cien días de sangre.
La segunda cuestión es la de la supuesta planificación del genocidio. Pero el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) tuvo que absolver finalmente de planificación incluso al coronel Théoneste Bagosora, el máximo responsable del genocidio de los tutsis. ¿Por qué entonces ese empeño de la doctrina oficial en imponer la tesis de una planificación, que en realidad no existió? Muy sencillo: se buscaba asimilarlo al genocidio por antonomasia, el genocidio nazi. Cosa absolutamente absurda además de una gran farsa. Los judíos no cometieron contra Alemania un crimen de agresión internacional, como lo cometieron contra Ruanda los extremistas del FPR con la ayuda de Uganda; ni asesinaron al presidente alemán y a muchos otros altos cargos, como sí lo hizo el FPR en Ruanda; ni buscaban el control absoluto del poder, como lo buscaba el FPR; ni se apoderaron del poder en Alemania y gestionaron el país exterminando a cientos de miles de alemanes, como ha hecho el FPR en Ruanda; ni atacaron a continuación a un país vecino de Alemania para derrocar a su jefe de Estado, como ha hecho el FPR en el Congo…
Y para valorar bien la contundencia de tal absolución hay que tener en cuenta que el TPIR no es ni por asomo sospechoso del menor matiz negacionista. Fue creado a iniciativa de Estados Unidos y Gran Bretaña con un objetivo bien preciso: la criminalización de la gran mayoría hutu de Ruanda a fin de afianzar el poder, sin cuestionamiento alguno, de Paul Kagame, su gendarme para la remodelación genocida del África de los Grandes Lagos y el control de los exorbitantes recursos naturales del Congo. La fiscal general del TPIR, Carla del Ponte, denunció públicamente como fue depuesta de su cargo por Estados Unidos cuando pretendió encausar a un solo tutsi. Y a pesar de todo ello, el TPIR tuvo que absolver de planificación a todos los acusados.
Los estrategas de los thinks tanks a los que se ha encomendado la fabricación de esta realidad paralela saben muy bien que no son solo los medios de comunicación los que crean opinión, sino que hay otros actores igualmente importantes: las universidades, las grandes ONG de derechos humanos o los tribunales internacionales. Pero, por añadidura, estos últimos tienen potestad para ejecutar sus decisiones. Ramsey Clark, attorney general (ministro de Justicia) de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, y artífice de la ley de Derechos Civiles de los negros, me comentó algo que ha declarado públicamente: “Estados Unidos ha impulsado la creación de un tribunal contra sus enemigos en Ruanda. Esta forma de proceder no es otra cosa que hacer la guerra por otros medios”.
Y la tercera y fundamental cuestión se refiere al supuesto “incuestionable” de que Paul Kagame fue el liberador del genocidio. Pero la realidad es absolutamente opuesta a tan insostenible supuesto. Tanto el juez francés Jean Louis Bruguière como el español Fernando Andreu Merelles acusan a Paul Kagame en sus respectivos autos de haber optado, para alcanzar el poder, por un modus operandi que hacía de la provocación y del caos las claves principales. Buscaba el caos y los motivos que justificasen la opción militar e hiciesen imposible cualquier marco democrático. En una democracia, que ya tenía fecha, una fecha muy cercana, su grupo minoritario no tenía ninguna posibilidad de alcanzar el poder, el poder absoluto que era su única meta. En especial, optó por el magnicidio, con plena conciencia de que con él desataba el genocidio.