domingo, 14 de octubre de 2018

RÉQUIEM POR LA PERDIZ ROJA


La perdiz común, conocida popularmente aquí como perdiz roja o eper gorria, aunque no sea la única que tenga ese colorido en su cuerpo, como también ocurre con otras especies, como la chukar, la graeca o la moruna, ya ha dejado de ser tan cotidiana y común como era antes.
Estamos tal vez ante uno de los más bellos seres vivos de nuestro entorno, que junto a su vivacidad, la sonoridad de su canto y aguda inteligencia, combinadas con su desbordante colorido de su cara frontal, hacen que su carencia en nuestros campos sea algo más que una mera preocupación. De hecho su presencia o no es un buen indicador biológico del buen o mal estado del ecosistema agrícola.
Ante esta situación cabe preguntarse, por qué si en los años 50, 60 y 70 abundaba tanto, por qué ahora,  unas décadas después, esto no es así.
Much@s dirán que la presión cinegética condujo a este estado de las cosas,  pese a que la realidad diga algo bien diferente, pues en aquellas fechas mencionadas de esplendor, la caza de ella era muy superior a épocas posteriores, no habiendo entonces límites de días de caza en  periodo de veda abierta o cupos a respetar.
Y aquí viene bien que hagamos ya una reflexión seria y serena. Cuando una especie sufre una caída en picado, como sucede con la perdiz y también con la codorniz, aunque esta última migre a África, debemos plantearnos que algo importante ha variado en el ecosistema que no posibilita su desarrollo. Y este cambio, muy brusco y radical, ha ocurrido en el mundo rural. La concentración parcelaria iniciada a mediados de los 70 e incrementada drásticamente los últimos años al reducirse el número de agricultores, la mecanización y el abandono de la población de los pueblos, y en consecuencia la dejación  de los cuidados en el medio natural han hecho que este haya variado tan notoriamente, tornándose muy hostil a estas aves. El aumento de tamaño de los terrenos de cultivo provoca la destrucción de multitud de espacios que antes existían entre las parcelas más pequeñas. Allí encontraban comida, bebida y refugio, nidificaban, y podían y lo hacían desarrollar e incrementar sus familias. Hoy ya no existen y ello supone que no hay recursos como había antes, y por tanto hay menos, hay menos perdices. A este grave problema se une el anterior comentado por el éxodo a las ciudades y la no continuación de prácticas culturales vitales para las patirrojas: limpieza de cerros, espuendas, fuentes, que hacían posible el acceso y la vida a las aves que disfrutan de andar por estos parajes todo el año. 
Vayan ahora a nuestra campiña cerealista navarra, verán interminables robadas de terreno homogéneo, páramos donde no se ve nada donde ocultarse o donde beber, y si se acercan a las pocas espuendas o regatas existentes verán canales llenos de maleza y zarzas; la misma medicina que encontrarán en cerros o bajo monte, cerrados a cualquier animal andante, incluido el hombre, llenos de aliagas u otaberas. Recordemos que nuestra querida perdiz ama sobre todo caminar, por terrenos limpios en su base, como estaban hace años y ahora no.
Ante esto, los departamentos de medio ambiente de los diferentes gobiernos que ha tenido Navarra no han tomado sino medidas que han contribuido a que esto se diese y se agravase. Dejadez y desinterés, aunado con desconocimiento es lo que ha habido y sigue habiendo. Como las perdices no votan, a quién le importa. Una de las últimas y equivocadas medidas es permitir solo dos días de caza al año de esta especie. El efecto de tal restricción no va aumentar su número, porque su limitación viene por la del ecosistema que sufren y que no permite su expansión. Años de no permitir su captura en acotados, como he podido comprobar, no han supuesto mejora alguna. Sin embargo, tal reducción sí va a provocar, como ya provoca, un serio daño a los ingresos de nuestros también olvidados ayuntamientos de escasos habitantes, para quienes la caza supone uno de sus principales aportes económicos. Es fácil ser “ecologista” cuando tu actividad por el medio natural supone darte un paseo fuera de la ciudad los sábados o domingos, pero sin limpiar una sola acequia, una sola fuente, un solo camino, sin preguntarse cuáles son los problemas a los que se enfrentan los verdaderos habitantes de esos lugares, los que están allí día a día, como las perdices rojas.
Pese a todo lo mal y el mal hecho, hay soluciones, buenas soluciones: no permitir romper más ribazos o destruir más fuentes, algo que se hace un año sí y otro también, para juntar ya campos grandes de por sí para convertirlos en enormes espacios vacíos en su inmenso interior; permitir  prácticas necesarias aplicadas durante milenios, que han generado el ecosistema que conocíamos, y abandonadas el último medio siglo: las necesarias quemas invernales de pequeñas zonas concretas de imposible entrada para el ganado y para las propias protagonistas de las que hablamos, y la limpieza de montes, que evitarían los incendios masivos y el exceso de proliferación del jabalí, un intenso predador de nidadas.
Como tantas cosas en la vida, este asunto, la llamativa reducción poblacional de la perdiz silvestre,  depende la voluntad, de la buena voluntad para poner fin a estas malas prácticas humanas, a las cuales nuestra admirada ave está profundamente ligada.

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